TENDENCIAS
El talante de Portillo
EDICIÓN IMPRESA TENDENCIAS | 16/03/2014 - 00:00h
El día 11 de marzo se cumplió el centenario del nacimiento de Álvaro del Portillo y Diez de Sollano, prelado del Opus Dei que será beatificado en Madrid, donde había nacido, el 27 de septiembre próximo. Su milagro fue reconocido en la misma fecha en que se anunció la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II, dos santos que en su acción pastoral cambiaron el rumbo de la historia, tanto de la Iglesia católica (el concilio Vaticano II) como del mundo (la caída del imperio soviético en Europa).
Álvaro del Portillo no fue un hombre, desde el punto de vista mediático, conocido. Sí era muy conocido en los ambientes eclesiásticos. Fue una persona que sirvió a la Iglesia pasando desapercibido y que procuró a lo largo de su vida ser fiel a la Iglesia, al Papa (a los papas) y al fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá, sin hacer ruido. Era su talante: servir, pasar oculto, servir con heroicidad a la Iglesia, en concreto al sacerdocio y al laicado, como demostró en sus aportaciones, todavía poco conocidas, en el concilio Vaticano II, donde fue presidente de la Comisión para los Laicos y secretario de la Comisión para la Disciplina del Clero. Siguió aquí el consejo de san Josemaría de "servir a la Iglesia, como la Iglesia quiere ser servida".
El día del fallecimiento de san Josemaría Escrivá, el 26 de junio de 1975, fui a la sede central del Opus Dei -yo era entonces corresponsal de Europa Press en Roma- en viale Bruno Buozzi a recabar alguna información o declaración entre las personas que entonces tenían responsabilidad de gobierno en el Opus Dei, que aún no se había configurado como Prelatura Personal. Había más de un periodista realmente crítico en la sala de espera. Uno de ellos incluso quería irse porque "aquí nadie nos dará información, ya veréis, todo esto es secreto", comentó.
De repente, apareció la figura serena de Álvaro del Portillo, que era secretario general del Opus Dei. Nadie le esperaba. Informó con todo detalle de cómo transcurrió la jornada del fundador ese 26 de junio hasta el momento de su fallecimiento. Me sorprendió su gran serenidad y la minuciosidad con que contó los hechos. Dijo que había ido por la mañana al centro que las mujeres del Opus Dei tienen en las afueras de Roma, llamado entonces Villa delle Rose, y les habló de que ellas "tenían también alma sacerdotal" como estableció el concilio. También nos comentó que la Virgen había escuchado al fundador cuando le pedía que le dejara morir "sin dar la lata" a sus hijos, y en efecto murió repentinamente de un paro cardiaco. También destacó Álvaro del Portillo una virtud de san Josemaría: la humildad. Luego, ante la gran sorpresa de todos, nos invitó a visitar el cuerpo de san Josemaría en la hoy basílica prelaticia de Santa María de la Paz, "para rezar por él", dijo. El futuro santo estaba revestido con ornamentos sacerdotales con una casulla roja y tenía un rostro feliz. Los periodistas nos quedamos impresionados por la cantidad de datos y la apertura informativa que se nos dio sobre este fallecimiento. Eran unos momentos -ha habido varios- en que el Opus Dei era criticado por algunos medios de información por su secretismo.
Otro momento histórico que recuerdo de Álvaro del Portillo es el encuentro que tuvo con un grupo de personas el 12 de septiembre de 1975 unos días antes de su elección como nuevo presidente general del Opus Dei (como se llamaba entonces, al no ser todavía prelatura personal). Álvaro, con esa capacidad de síntesis que tenía, quiso resumir a grandes trazos la doctrina que Dios, a través de san Josemaría, quiso sembrar en el mundo: santificarse a través del trabajo y los quehaceres de cada día viviendo la filiación divina. A los casados dijo que lo mejor que tenemos, "el mejor negocio en este mundo", era la familia. Por tanto, había que querer muchísimo a nuestras esposas "¡con sus defectos!", matizó, y a nuestros hijos, pues así se forman "hogares luminosos y alegres". Su propósito muy firme era transmitir "íntegro e inalterado" la doctrina del fundador. Finalmente pidió seguir su ejemplo de tener "tres amores: Cristo, la Virgen y el Papa".
Cuando el 15 de septiembre de 1975 fue elegido presidente general del Opus Dei, busqué reacciones entre varios cardenales y altos eclesiásticos sobre su figura. Y me quedé altamente sorprendido de que en la curia romana se le valoraba mucho por el trabajo realizado, por su bondad, su visión sobrenatural, su gran discreción y su competencia en las materias que trataba. Recuerdo a monseñor Jérôme Hammer, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe: "En esta congregación en lugar de opinar le vamos a hacer un homenaje y con la esperanza deque no abandone sus trabajos en la misma". No los abandonó.
Álvaro del Portillo no fue un hombre, desde el punto de vista mediático, conocido. Sí era muy conocido en los ambientes eclesiásticos. Fue una persona que sirvió a la Iglesia pasando desapercibido y que procuró a lo largo de su vida ser fiel a la Iglesia, al Papa (a los papas) y al fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá, sin hacer ruido. Era su talante: servir, pasar oculto, servir con heroicidad a la Iglesia, en concreto al sacerdocio y al laicado, como demostró en sus aportaciones, todavía poco conocidas, en el concilio Vaticano II, donde fue presidente de la Comisión para los Laicos y secretario de la Comisión para la Disciplina del Clero. Siguió aquí el consejo de san Josemaría de "servir a la Iglesia, como la Iglesia quiere ser servida".
El día del fallecimiento de san Josemaría Escrivá, el 26 de junio de 1975, fui a la sede central del Opus Dei -yo era entonces corresponsal de Europa Press en Roma- en viale Bruno Buozzi a recabar alguna información o declaración entre las personas que entonces tenían responsabilidad de gobierno en el Opus Dei, que aún no se había configurado como Prelatura Personal. Había más de un periodista realmente crítico en la sala de espera. Uno de ellos incluso quería irse porque "aquí nadie nos dará información, ya veréis, todo esto es secreto", comentó.
De repente, apareció la figura serena de Álvaro del Portillo, que era secretario general del Opus Dei. Nadie le esperaba. Informó con todo detalle de cómo transcurrió la jornada del fundador ese 26 de junio hasta el momento de su fallecimiento. Me sorprendió su gran serenidad y la minuciosidad con que contó los hechos. Dijo que había ido por la mañana al centro que las mujeres del Opus Dei tienen en las afueras de Roma, llamado entonces Villa delle Rose, y les habló de que ellas "tenían también alma sacerdotal" como estableció el concilio. También nos comentó que la Virgen había escuchado al fundador cuando le pedía que le dejara morir "sin dar la lata" a sus hijos, y en efecto murió repentinamente de un paro cardiaco. También destacó Álvaro del Portillo una virtud de san Josemaría: la humildad. Luego, ante la gran sorpresa de todos, nos invitó a visitar el cuerpo de san Josemaría en la hoy basílica prelaticia de Santa María de la Paz, "para rezar por él", dijo. El futuro santo estaba revestido con ornamentos sacerdotales con una casulla roja y tenía un rostro feliz. Los periodistas nos quedamos impresionados por la cantidad de datos y la apertura informativa que se nos dio sobre este fallecimiento. Eran unos momentos -ha habido varios- en que el Opus Dei era criticado por algunos medios de información por su secretismo.
Otro momento histórico que recuerdo de Álvaro del Portillo es el encuentro que tuvo con un grupo de personas el 12 de septiembre de 1975 unos días antes de su elección como nuevo presidente general del Opus Dei (como se llamaba entonces, al no ser todavía prelatura personal). Álvaro, con esa capacidad de síntesis que tenía, quiso resumir a grandes trazos la doctrina que Dios, a través de san Josemaría, quiso sembrar en el mundo: santificarse a través del trabajo y los quehaceres de cada día viviendo la filiación divina. A los casados dijo que lo mejor que tenemos, "el mejor negocio en este mundo", era la familia. Por tanto, había que querer muchísimo a nuestras esposas "¡con sus defectos!", matizó, y a nuestros hijos, pues así se forman "hogares luminosos y alegres". Su propósito muy firme era transmitir "íntegro e inalterado" la doctrina del fundador. Finalmente pidió seguir su ejemplo de tener "tres amores: Cristo, la Virgen y el Papa".
Cuando el 15 de septiembre de 1975 fue elegido presidente general del Opus Dei, busqué reacciones entre varios cardenales y altos eclesiásticos sobre su figura. Y me quedé altamente sorprendido de que en la curia romana se le valoraba mucho por el trabajo realizado, por su bondad, su visión sobrenatural, su gran discreción y su competencia en las materias que trataba. Recuerdo a monseñor Jérôme Hammer, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe: "En esta congregación en lugar de opinar le vamos a hacer un homenaje y con la esperanza deque no abandone sus trabajos en la misma". No los abandonó.
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Viva la objetividad!! ¿No será usted hijo de la institución, verdad?
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